8/5/07

El señor de los adoquines


Johan Musseuw, amo de las clásicas del norte

Montar en bicicleta da tiempo para pensar. Se piensa en lo que se ha vivido y en lo que se ha de vivir aún como metáfora de lo pedaleado y lo que queda por sufrir. Eso mientras se ruede por asfalto y a paso de aficionado, claro. Si la bici va rebotando sobre la cresta de quebrados y resbaladizos adoquines, la situación no da para existencialismos. Lo conveniente es agarrar el manillar y dar pedales con todas las fuerzas posibles. Dicen los expertos que es la mejor manera de superar los tramos del terrorífico pavé de las carreteras rurales de Flandes y el norte de Francia sobre las que se disputan las carreras ciclistas más duras de la temporada, las que sólo tipos excepcionales son capaces de ganar.
Aquel domingo Johan Museeuw estaba más concentrado que nunca en dar pedales hasta el final, el auténtico final de su carrera, la despedida como ciclista en activo. A falta de siete kilómetros para terminar la París-Roubaix, apodada el Infierno del Norte por sus 51 kilómetros del pavé más cruel, el ciclista tenia en sus piernas la posibilidad de ganar por cuarta vez la carrera e igualar el récord histórico que consiguió Roger de Vlaeminck en 1972, 74, 75 y 77. Era el último tramo de adoquines de verdad, los últimos 1400 metros de dar botes en su larga carrera. Ese sector, llamado Hem, a penas tiene dificultad, incluso hay unas bandas laterales asfaltadas por donde es mucho más fácil rodar. Su bicicleta, diseñada especialmente por los ingenieros de Time para esta su última París Roubaix, rodaba como un tren en sus vías gracias a una distancia entre ejes aumentada y una rueda de mayor diámetro. Hasta que un vulgar pinchazo lo apeó del grupo de destacados.
Para uno de los jóvenes Cancellara, Hammond, Hoffman y Backstedt, a la postre el ganador, seria el triunfo. Johan Museeuw, el mito del ciclismo duro, de las clásicas del norte de Europa, de las carreras de más de 250 kilómetros, con muros hasta del 20 por ciento de pendiente, adoquines que machacan los riñones, frío, lluvia, viento e incluso barro, acababa de pasar de mito a leyenda por un simple pinchazo, una cosa que, hasta este domingo a eso de las cinco de la tarde, solo sucedía a los mortales.
En aquel momento el ciclista flamenco no se puso nervioso, ni dio prisas a los mecánicos de Mavic, que le cambiaron la rueda trasera todo lo rápido que pudieron conscientes del maldito minuto que estaban protagonizando. No. Apercibido de la realidad, aguardó calmado, montó tranquilamente y entró en meta de la mano de Peter van Petegem, vecino, rival y aspirante a la sucesión en el trono de rey del adoquín que hasta ese día era el suyo. En aquel instante Joham Musseuw tuvo tiempo para pensar en su pasado y en su futuro, como hacen los ciclistas aficionados. En aquel segundo fatídico, lejos de sentirse arruinado, vio como su mito se convertía en leyenda.
Como otros, Flandes es un país que no existe salvo en la historia, la mente y el corazón de los flamencos. Comparte a regañadientes estado con los valones de la región francófona vecina. Unos y otros insisten en decir que el único belga es el rey, y todos conformes y frustrados a la vez. Flandes solo existe al mundo el primer sábado de abril. Ese día media humanidad puede ver por la televisión la carrera que da fe de vida y estado al país: De Ronde van Vlanderen, Vuelta a Flandes en flamenco. Es una de las carreras más antiguas de la historia del ciclismo. En un siglo casi nada ha cambiado allí: carreteras rurales estrechas y mal asfaltadas, cubiertas de boñigas de vaca a veces, viento racheado del atlántico y una veintena de cuestas adoquinadas cortas pero violentas con pendientes que llegan al 23%. Este es el plan a lo largo de 257 kilómetros entre Brujas y Merbeke. Ese día todos los flamencos salen a la calle blandiendo la bandera nacional, el león negro sobre campo oro, y solo los mejores y más duros ciclistas están llamados a vencer. Los corredores locales, claro, son siempre los favoritos y los mejores sobre el resbaladizo piso del oeste del país. Son héroes cuyo nombre forja la leyenda de todos los tiempos: Buysse, Merckx, Plankaert, de Vlaeminck... Leones.
Si uno ha nacido en aquella bella tierra batida por el viento del norte, y no tiene la intención de pasarse la vida cultivando cereales o dando de comer a las vacas, puede escoger entre hacerse a la mar enrolándose en un carguero en el puerto de Ostende, uno de los mayores de Europa, o fijarse en los héroes del primer sábado de abril e intentar emularlos. Johan, hijo de Eddy, ciclista aficionado y mecánico de profesión, lo tuvo muy claro desde el primer día. Hoy, a sus treinta y ocho años, con el mejor palmarés de la historia en las llamadas clásicas, Johan Musseuw ha decidido colgar la bicicleta. El mito deviene leyenda, pero si alguien se merece el título de león es él.
Pero, aunque suene raro, poco le importa la fortuna y la gloria. Sigue viviendo en su pueblo natal, Gistel, cerca de Gante, y en una casa al lado del garaje paterno. Papa Eddy le acompaña en velomotor durante los fríos y lluviosos días de entrenamiento invernales y, tras su voz quebradiza esconde una personalidad tímida y poco dada a las vanidades habituales en los deportistas. Su padre es su modelo. A finales de los sesenta Eddy se hizo ciclista profesional, pero el equipo pagaba cuando pagaba y tenia dos bocas que alimentar. Lo dejó, claro. A pesar de esa frustración le compró una pequeña Bianchi a su hijo cuando él se lo pidió y, aunque jamás azuzó al pequeño Johan para que se dedicara a la bicicleta, tampoco se opuso. Y ahí comenzó todo.
Loa ciclistas del norte no nacen para la escalada. Tras los tiempos de aficionado y carrerillas de club, los primeros años de la carrera profesional de Museeuw se orientan hacia el sprint y la caza de puntos para las clasificaciones de la UCI. En 1990 el joven flamenco explotó en el Tour. Ganó la cuarta etapa, con final en Mont Saint Michel, y la última, en los Campos Eliseos. Ya nadie iba a olvidar su nombre. En 1992 fue campeón de Bélgica y, al año siguiente, el mito comenzó a andar. Aquella temporada fue la primera que lo dirigió su gran mentor, Patrick Lefévère. Eran los años del GB-MG con Ballerini, Cipollini y Tchmïl. Lefévère hizo de él un especialista en clásicas.
Aquella temporada ganó su primera Vuelta a Flandes y la París Tours. Al otro año ganó la Amstel Gold RACE, al siguiente volvió a ganar en Flandes y se alzó con la Copa del Mundo. En 1996 fue campeón de Bélgica y del Mundo además de ganar otra vez la Copa del Mundo y su primera París-Roubaix. Y la lista hubiera sido más larga si el mismo elemento que lo hizo rey no lo hubiera destronado de golpe. Durante la París-Roubaix de 1998, una semana después de ganar de nuevo en Flandes, Musseuw sufrió una dura caída en el sector de pavé del bosque d’Arenberg que a punto estuvo de retirarlo del ciclismo. Alguna prensa incluso habló de amputación de una pierna. Dolor, sangre, operaciones de rodilla y un largo y blanco silencio de hospital fueron su campo de batalla durante año y medio.
Pero los héroes no terminan sus días como los mortales. Johan volvió para ganar de nuevo en Roubaix alzando la pierna curada en señal de gracias a los médicos y de escarnio hacia ciertos periodistas que lo daban por acabado. Ese año ganó otra clásica, la Het Volk, por si quedaban dudas. Y si los héroes son tentados dos veces, Museeuw también. Un accidente de moto en 2001 pareció, este vez si, que lo iba a retirar definitivamente, aunque con tipos de esta madera... Su respuesta? Su tercera París-Roubaix en 2002 y dos clásicas más en 2003 antes de aquel domingo, del pinchazo vulgar en el último metro de pavé, de la conversión del mito en la leyenda del Señor de los Adoquines.

Publicat a La Vanguardia

1 comentari:

Anònim ha dit...

Bellísimo artículo.
Como decia aquel: "Me quito el craneo".